Little America

La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos remata una serie de acontecimientos que ha sumido en la perplejidad a la mayoría de nosotros. Decisiones adoptadas democráticamente por una mayoría ciudadana, no lo olvidemos, como es el caso del Brexit, el no al proceso de paz en Colombia o, ahora, la elección del controvertido magnate (por no ahondar en más rasgos de su personalidad) como líder del país más poderoso del mundo. Todas ellas comparten el rasgo de lo imprevisible, la capacidad de dejar estupefacto al observador externo, la sensación de «cómo se ha podido llegar a esto». Es la perplejidad que muchos debieron sentir ante el auge de los nacionalismos a comienzos del siglo XX.

La democracia, en su formulación ideal, cuenta con que el ciudadano hará un esfuerzo por informarse y por formarse, alcanzará una opinión propia y fundamentada que le permitirá votar en base a criterios racionales, no a impulsos. Pero ningún sistema funciona bajo sus condiciones ideales, y esa debilidad democrática es la que explota el populismo nacionalista.

V ya nos lo dijo.
V ya nos lo dijo.

Así que nos adentramos en una nueva era del nosotros (los buenos) contra el de fuera (los malos), de creer que la solución a todos los problemas pasa por envolverse en la bandera (americana, británica, catalana, española). No es nada nuevo, suele ser una de las consecuencias directas de las crisis económicas, caldo de cultivo para el descontento generalizado y la huida hacia delante, el triunfo del «que se jodan» sin pararte a pensar que el primer jodido eres tú. Nunca faltan políticos dispuestos a apelar al sentimiento nacional, a usar la bandera para velar sus auténticos intereses, para tapar sus propias miserias. Es el viejo conflicto entre la razón y el impulso primario de rechazo a lo ajeno, la dicotomía entre la humanidad cosmopolita y la que aboga por levantar fronteras y construir muros. Lo dijo Einstein: el nacionalismo es una enfermedad infantil, y ahí sigue la humanidad, obstinada en no madurar. 

La política vs Twitter

Hay días en los que bucear por Twitter es como descender a los infiernos. Te mueves entre los trending topics («temas de moda», para los no iniciados en la religión) y te topas de bruces con comentarios mezquinos, llenos de odio, de rabia… La miseria humana condensada en 140 caracteres. Es algo que sabe cualquier usuario habitual de esta red social: en Twitter hay mucha mala baba y mucho canalla escondido tras un nick y un avatar. ¿Significa esto que es necesario regular Twitter, tal como han pedido esta semana algunos partidos políticos? No.

No sólo no es necesario, sino que no se debe. Es más, dudo que se pueda. De las pocas cosas que recuerdo de las clases de Derecho de la Información es que las condenas por apología del terrorismo eran muy escasas, y que la mayoría se tumbaban en instancias superiores. ¿Cómo condenar entonces al ciudadano indignado (o al energúmeno de turno) por las barbaridades que escupe contra la clase política? Por más indeseables o repulsivos que sean sus tuits, siempre que no incurran en injurias o calumnias contra un individuo concreto, estará en su derecho.

Y es que lo que se dice en Twitter ya está regulado, señores políticos:  por un lado, amparado por nuestro derecho a la libertad de expresión, y por otro, limitado por el derecho al honor del prójimo. Ambos se hallan recogidos en la Constitución y es el Código Penal el que se encarga de regular cualquier atentado contra el derecho al honor (o la dignidad) de los individuos. De hecho, ya existen varias condenas en España que demuestran que esa percepción de impunidad del que insulta desde el anonimato de una red social es falsa. Primero porque ese anonimato no es tal, puesto que la Policía puede identificar a cualquier usuario a través de su dirección IP, y segundo porque el Código Penal está bien desarrollado en lo que se refiera a los delitos de injurias y calumnias (artículo 205 y siguientes, para los interesados).

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Nos encontramos, por tanto, ante un debate artificial que parte de un mal hábito de la clase política española: el de querer legislar reactivamente. No desde la mesura, no desde el sentido de justicia, sino al calor del debate público que esté en llamas en ese momento. Debate puesto en la agenda, habitualmente, por el inefable periodismo de bufanda que sufrimos en este país (y que no sólo existe en el fútbol). Desde las filas de ese periodismo panfletero, en este caso del de la derecha, se han escuchado barbaridades como que el asesinato de la presidenta del PP y la Diputación de León, Isabel Carrasco,  responde a un clima de agitación contra la clase política, un clima generado por una suerte de movimiento subversivo alimentado por las redes sociales, las plataformas antidesahucio, el 15M y, en general, cualquier otra cosa que les moleste. Y lo han hecho a pesar de que desde el principio la investigación policial ha señalado la venganza personal como móvil probable del crimen. Y para sustentar esta chorrada de tesis, no sea que la realidad les estropee el titular, no han tenido reparo en dar publicidad a tuits (bastante lamentables) de perfiles de Twitter que apenas cuentan con unos cientos de seguidores, una audiencia muy limitada formada por otros usuarios similares, los únicos capaces de tolerar en su timeline semejante retahíla de basura. Pero ello no ha sido óbice para que estos medios esparzan dicha basura dándole el espacio de opiniones relevantes.

En última instancia, a uno le queda la incómoda duda de por qué cuando se ha insultado a los inmigrantes ahogados en el Estrecho o en Lampedusa, o cuando cualquier extraviado ha amenazado de muerte a ciudadanos que pretendían hacer pública su causa a través de las redes sociales, los partidos políticos y sus medios afines no han considerado igualmente imperiosa la necesidad de regular Twitter.

Pensamientos en cápsulas hoi-poi: Reinventando la democracia

hoi-poiEn sentido estricto, la democracia es el gobierno del pueblo: el pueblo se dota de una serie de herramientas de control para elegir y fiscalizar a sus gobernantes, que tienen la obligación de administrar el poder en pos del bienestar de los ciudadanos que los han elegido. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando los mecanismos de control comienzan a fallar, o se demuestran insuficientes o ineficaces? Dichos mecanismos no pueden ser cambiados por la ciudadanía per se, sino que se requiere de la intervención de la casta política, y es ahí donde la maquinaria comienza a mostrar sus carencias. Y digo casta porque en este país es lo que tenemos: gente que se ha profesionalizado en la política, toda su vida ha vivido de ella y en un amplio número son «herederos» de otros políticos. En otras palabras: han convertido la política en su negocio.

Si el pueblo no puede adoptar decisiones de manera directa, sino que se encuentran en manos de terceros que reinterpretan la voluntad ciudadana a su conveniencia, ¿estamos ante una verdadera democracia? Los actuales «partidos de gobierno» están demostrando que conciben la democracia como un cheque en blanco que se les concede cada cuatro años, tras lo cual pueden hacer con él lo que les venga en gana. No se sienten atados ni siquiera por su programa electoral, que es el compromiso que suscriben con la ciudadanía al presentarse a unas elecciones. En pleno siglo XXI, inmersos en la era digital, ¿debemos mantener este modelo de democracia obsoleto? ¿Es lógico que no se consulte ninguna decisión de gobierno en una época en la que el ciudadano puede identificarse digitalmente desde su propia casa o en cualquier sede administrativa? ¿Es lógico que se mantengan prebendas feudales como el indulto político sobre una condena judicial? ¿Se puede permitir que los partidos tomen decisiones diametralmente opuestas a las anunciadas en sus programas, sin que se vean en la obligación de someterse de nuevo a las urnas? ¿Tiene sentido que una persona pueda saltar de un cargo político a otro, sin que haya un límite de años para desempeñar cargos públicos?

La última pregunta es: ¿serán nuestros gobernantes capaces de legislar para mejorar nuestra democracia, esto es, imponerse más medidas de autocontrol y ceder más poder al pueblo, o intentarán mantener a toda costa su cómodo status quo de alternancia en el poder? Alguien dijo que los políticos son el mal necesario de la democracia, y nadie parece decidido a llevarle la contraria.

Bankia y la política del silencio

No suelo hablar de política en mi blog porque, en primer lugar, escribir sobre ello ha sido mi trabajo durante muchos años, y pretendía mantener este espacio de evasión «policy-free». En segundo lugar, siempre he pensado que los pocos que me lean tendrán su propia opinión al respecto, y mi experiencia es que a la gente le incomoda leer sobre política si lo que está leyendo no coincide con su idea. Supongo que por eso el periodismo español muestra una alineación tan inquebrantable a una u otra opción ideológica.

De cualquier modo, quiero comentar lo que está sucediendo durante las últimas semanas en torno a Bankia desde una perspectiva puramente comunicativa. Independientemente de que estemos convencidos o no de que el rescate a la banca es imprescindible para la subsistencia del sistema, independientemente de que nos preocupe más o menos que, si se deja caer a Bankia, los primeros afectados serán los miles de ahorradores que perderán su dinero, lo que resulta desastroso más allá de toda duda es la gestión informativa que se está haciendo de esta crisis.

En nuestro país la comunicación política tiene muchas carencias y continúa en pañales si la comparamos con la de otras democracias: es poco flexible, muy ceñida al argumentario y demasiadas veces se apoya en la retórica vacua como escudo ante la opinión pública y los dirigentes del propio partido, todo por el temor de cometer un desliz al decir lo que realmente se piensa. Al final, el discurso resulta tan artificial, el culpar al otro es tan recurrente, que el mensaje acaba siendo sólo apto para los acérrimos, pero de consumo indigesto para el ciudadano medio.

Esta forma de enfocar la comunicación, este pensar que la opinión pública asumirá un discurso prefabricado a espaldas de la realidad, provocó una de las mayores catástrofes comunicativas de la política moderna en 2004. Después de los atentados del 11M en Madrid, el gobierno del Partido Popular insistió en trasladar a la opinión pública que la autoría del atentado pertenecía a ETA, y ahondó en ese mensaje durante días, aun cuando los medios de comunicación y las naciones de nuestro entorno daban ya por ratificado que estábamos ante un atentado islamista radical. Se intentó manipular a la opinión pública ante el temor de que el electorado pudiera culpabilizar al gobierno de los atentados, al comprometer al país en la invasión de Iraq pese a la oposición popular.

Fue un fracaso comunicativo de manual, y condujo al PP, que llegaba a las elecciones con una contundente ventaja sobre el PSOE, a pasar de un gobierno en mayoría absoluta a perder las elecciones. Posteriormente, analistas en comunicación política de todo el mundo estuvieron de acuerdo en que si se hubiera apostado por trasladar un mensaje más acorde a la realidad, el castigo en las urnas hubiera sido mucho menor y, probablemente, el PP habría hecho valer su ventaja en los sondeos.

Pongo en perspectiva todo esto porque me sorprende que, tanto tiempo después, el Partido Popular parece insistir en una estrategia informativa perversa ante el temor de la reacción de la opinión pública. La manera en que se está gestionando la crisis de Bankia va camino también de los manuales, concretamente a los capítulos de lo que nunca se debe hacer. El espectáculo comienza a ser esperpéntico: el ministro Guindos y la portavoz del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, anunciaron el pasado viernes tras el Consejo de Ministros que el dinero que se iba a inyectar en Bankia (29.000 millones de euros a fecha de hoy, casi un 20% más del recorte anunciado en educación y sanidad) era un préstamo a devolver. Al día siguiente, el nuevo presidente de la entidad, José Ignacio Goirigolzarri (un hombre de banca, no procedente del ámbito político como los anteriores presidentes y, quizás por eso, desconocedor de la doctrina del argumentario), les desmentía afirmando que era una inyección de capital, no un préstamo, y que el dinero no retornaría a las arcas públicas salvo como retorno de una eventual revalorización de las acciones.

Cuando la prensa ha preguntado al gobierno sobre depuración de responsabilidades en el seno de Bankia, la respuesta ha sido que «ahora no es buen momento», el famoso «ahora no toca» que cada vez se identifica más con una casta política que se cree en el derecho de escatimar la información ante sus máximos fiscalizadores: la ciudadanía. La sensación es que los españoles pagamos entre todos la peor gestión financiera que se conoce en Europa, pero nadie más parece asumir las consecuencias. ¿Qué impide al gobierno anunciar acciones legales contra los responsables de este desastre (aunque sean de sus propias filas)? ¿Cómo es posible que Bankia pasara en un solo día de anunciar 300 millones de € de beneficios a 30.000 millones en pérdidas? ¿Qué clase de mecanismos de control se están aplicando al sector financiero español? Paralelamente, el Banco Central Europeo ha afirmado este fin de semana desconocer cuáles son los planes de rescate para la entidad.

Esta opacidad que el Gobierno mantiene le supone un desgaste de imagen que no sé cómo pretenden gestionar. Probablemente la máxima sea arriar velas y aguantar el temporal, pues aún quedan tres años y medios hasta las próximas elecciones.

Pero hay una diferencia fundamental entre este naufragio informativo y el del 11M. En 2004 el daño ya estaba hecho, y el PP sólo se perjudicaba a sí mismo con su torpe estrategia comunicativa. Sin embargo, en 2012 la economía española está más expuesta que nunca, navegamos al albur de los mercados, que comienzan a sospechar que Bankia puede ser la punta del iceberg de un sistema financiero podrido, que ha fundamentado sus balances positivos en la creatividad estadística y en el mal hábito de refinanciar deuda a toda costa, siempre con el objetivo de no reflejar en las cuentas los verdaderos índices de morosidad. Si el Gobierno no se remanga e impone un sistema de evaluación real de la banca, si no saca a la luz pública sus verdaderos planes para Bankia y comienza a depurar responsabilidades (caiga quien caiga), si no comienza a tomar decisiones en lugar de titubear y contradecirse, el peor de los daños está aún por llegar.